Mi amiga Lola Rodríguez, en primera persona, nos cuenta su ascensión al Veleta y Mulhacén en el mes de Agosto, junto al grupo de amigos Safa Baena, Cáliz, Arcas, Ángel, Tomás, Chamorro...
Llevábamos
planeándolo mucho tiempo y nunca llegaba el día. Yo quería y no quería pero ese
día llegó, fecha y hora, no había marcha atrás.
Quedamos a
desayunar en un barecito camino de Sierra Nevada, unas vistas increíbles
inundaban mi alma, se cernía ante mí un amanecer cargado de colores, de miles
de matices que penetraban en las pupilas y en el espíritu. Yo, tímida ante la
maravilla que se colaba ante mí, quede en silencio sin poder decir nada.
Por fin llegaron
todos y ya juntos partimos hacia la Hoya de la Mora. Al bajarnos del coche
hacia un frío casi invernal, la ropa que llevaba me parecía insuficiente para
aguantar la subida pero ahí estaba mi Carlitos sacando de todo de su mochila,
guantes, cortavientos….
Comenzamos el
ascenso rápido deseando entrar en calor, la Virgen de las Nieves nos observaba y hacia
ella nos dirigíamos.
Subimos al Veleta
como dice Cáliz “vamos a ver, saltalindes, un ratito trochando y un ratito por
carretera”. Carlos nos llevaba por donde no había camino entre pizarras y
rocas. Coronamos el Veleta y seguimos el camino hacia el Mulhacén, ¡ uf!, ¿sería
capaz?.
Bajamos hasta el
refugio, parada técnica, chocolate y frutos secos mientras las risas y las
bromas se hacían eco entre esas cuatro paredes. El frío no cesaba y el viento cortaba
la respiración.
Sin más preámbulos
nos pusimos en camino. Las vistas eran asombrosas, las lagunas salían a nuestro
encuentro continuamente, aun quedaban neveros. Seguíamos subiendo y el aire se
hacía pesado y denso.
Último trecho,
ascensión al Mulhacén, tan cerca y tan lejos a la vez, surgía ante nosotros
majestuoso, inalcanzable, al menos para mí. Arcas con su mirada siempre en la
cima me hacía buscar una piedra blanca que realmente no existía pero que
pretendía que fueran mis miras para no abandonar. Tomás nunca dejó que me
quedara atrás. Ángel me daba charla, intentando desviar mi atención de las
piernas que pretendían dejar de responderme para seguir caminando. Monolito
tras monolito, esperándonos los unos a los otros, siempre juntos. Al fin, cumbre,
Mulhacén, estaba eufórica, lo había conseguido.
Todo fue fácil a
pesar de la dificultad que para mi entrañaba subir. Tuve junto a mí al mejor
equipo, la mejor gente que no me iban a dejar abandonar, aunque lo pensé alguna
vez, ellos estaban ahí. Me decían: “Pasa la primera, pon tu el ritmo” y ellos
se adaptaron a mi falta de experiencia y a mis miedos por no conseguirlo.
Solo os puedo
decir ¡GRACIAS! por brindarme la oportunidad de subir al pico más alto de la
Península y sentirme fuerte por hacerlo.
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